martes, 17 de marzo de 2009

Dos preguntas, nada mas.


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Dos terribles preguntas se repiten siempre en los inicios de una relación de esas llamadas sentimental. La primera de ellas, sea lo que sea a lo que te dediques, es: ¿matarías a alguien? Y la segunda, más terrible todavía: ¿Te gusta cómo voy vestida?

Me resulta mucho más fácil contestar a la primera: miento y digo simplemente que no, e invariablemente siempre se acaba hablando sobre bajo qué circunstancias matarías y a quien. Ya se sabe que todo es relativo, que por un hijo quizá se mataría, por un amigo se moriría y a un novio se le engañaría.

Todo esto nos llevaría, dependiendo del coeficiente intelectual de los implicados y del grado de inquietud, a hablar de situaciones literarias o cinematográficas extremas donde el protagonista, tan bello él, se ve obligado a resolver la trama con una muerte. Muerte que comprendemos por que el prota es tan guapo que se lo perdonamos todo. O con una cabriola moral que nos causa admiración, y no dudaríamos en aplicar si se diera el caso de tener delante de nuestras narices al malo-malote y en nuestras manos, aparecida como por arte de magia, una pistola lista para ser disparada.

Bien, pues las cabriolas morales, en la guerra real, se solucionan cortando el nudo gordiano a base de tiros, o degollando al incauto que nos puso en ese brete (signifique brete lo que signifique). Después de haber actuado, si tienes la moral bien puesta, ahogarás la maldita desgracia de seguir vivo en un vaso de licor local, y se todo parecerá mucho, pero mucho, mucho, a una especie de celebración por mantener los mismos agujeros con los que llegaste al mundo. Que llore el muerto, que yo brindaré por su muerte, y quizá sea el único que recuerde a un hijo de puta como ese. Así son estas cosas del matar: peleas, matas, olvidas y a otra cosa mariposa.

La segunda pregunta, es más compleja de contestar y en función de la respuesta puedo acabar en la cama, bien sea mezclando fluidos o meneándomela yo solito. Bueno, cabe una tercera opción: pagar para mezclar fluidos y me ahorro la incómoda conversación del desayuno.

1 comentario:

  1. Me considero una fiel seguidora de Cátulo, por lo que, con el tiempo, he acabado siendo también seguidora de Borgleone.... tanto que, creo que Cátulo está celoso.
    A mí me resulta más fácil preguntar ¿matarías a alguien? que ¿te gusta cómo voy vestida?... a pesar de que las dos preguntas tienen su parte de morbo al hacerlas y su parte de vergüenza al contestarlas. Me explico: a todos nos gustaría que nos respondieran que sí a la primera, (aquí entraría toda una conversación, ya descrita anteriormente por el amigo de Cátulo), y nos daría miedo que nos dijeran que no a la segunda, (a pesar de que sabemos que si lo tenemos que preguntar es porque verdaderamente eso que nos hemos puesto nos queda como el culo). ¿Pero si nos preguntan que si mataríamos? ¿Habría que contestar que sólo en un momento de la vida en la que alguien que queremos está en peligro? ¿O podríamos decir abiertamente que a veces incluso le pisarías la cabeza a tu compañero de trabajo por el simple hecho de que, como siempre, no ha quitado de la fotocopiadora la puta hoja que ha metido? ¿Y contestar a quien te pregunta que si va bien vestida, que no?, simplemente mirarle y decirle que no, si sabes mirar, no hace falta decir más. Pero quizá se debería contestar que "¡claro, cariño! a tí cualquier cosita...." Cualquiera de las respuestas a estas cuestiones provoca vergüenza, tanto si decides mentir, como si ese día has desayunado en Bilbao y le echas un par. Yo, personalmente, no veo motivo de avergonzamiento (vaya palabreja) ninguna de las respuestas... si no que también me darían morbo, morbo al mentir por saber si ha colado, (y eso me sirve para, si lo he hecho bien, mentirle más veces, que, como dijo uno, el saber no ocupa lugar), y, por supuesto, morbo a decir que no, que es como gritar "¡no me da la gana!", que es la frase más liberadora de todas las que conozco. Prueben a decir en un momento del día "¡no me dala gana!", libera, ¿verdad? o por lo menos relaja un poco la neurona.
    Y acabo, ya que es el primer día, reivindicando la incómoda conversación del desayuno, pero eso lo explicaré en otra ocasión.
    Enhorabuena a todos y todas los que han pasado alguna vez por la estación de tren de Zaragoza... dichosos...

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